El sentimiento del asco es, por lo que se ve, inmediatamente gustativo: su oralidad es manifiesta. Hace referencia a algo que se nos da a gustar, algo que se insinúa como candidato a nuestro paladar, y que éste rechaza de forma enérgica e incontrovertible, en uno de los gestos más incontinentemente destemplados que puede producir el antropoide humano. Éste, en efecto, es acaso el animal que, de forma incondicional, no soporta el asco, el animal que extiende hasta lo fantástico el sentimiento de lo asqueroso, no en vano es el animal fantástico y soñador, tejido con la madera de sus propios sueños y pesadillas. Y el sentimiento de lo repugnante late con denodada fuerza en esa trama de sueño y pesadilla que le constituye. Me refiero aquí, claro está, a un asco literal, sensiblemente considerado, ese asco que puede, por espiritualización, convertirse en sinónimo del estado anímico más indeseable: la peor degustación que puede hacerse del hecho mismo de vivir es, en efecto, sentir asco de la vida. Entre los tabús programáticos de la especie humana, esos universales antropológicos, se puede inventariar el asco radical al cuerpoinsepulto en trance de descomposición, por no hablar del asco al reptil, serpenteante, zigzagueante, hasta el punto que asco y tabú son términos indisociables: lo que se halla tabuizado, sometido al tamiz preponderante de la prohibición ancestral jamás cuestionada ni cuestionable, eso es sentido existencialmente, más allá de cualquier fugaz sentimiento pasajero, como asco fundamental. También lo que atenta las fuentes mismas del vivir, así la rata, transmisora atávica de infecciones apocalípticas. Tanto más si está muerta y despanzurrada.
Lo bello y lo siniestro. EUGENIO TRÍAS
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